fIrenze - italia
La opinión de un científico-
Marco Bersanelli, astrofísico e
investigador
Incluso en el alba del tercer
milenio la naturaleza desencadena sobre nosotros su furia y arrebata a sus
víctimas. Y no solo en los grandes desastres como el terrible tsunami del 26 de
diciembre de 2004: estamos acostumbrados a oír hablar de inundaciones,
enfermedades, terremotos, incendios. Basta con pensar que solo a causa de los
rayos mueren al año más de mil personas. Pero los elementos naturales que
causan muerte (el fuego, el agua, el movimiento de la corteza terrestre) son
los mismos a los que debemos la vida. Los terremotos en particular están
profundamente asociados a la posibilidad de nuestra existencia. La actividad sísmica
es la manifestación directa de los movimientos lentos y poderosos de las placas
de la corteza terrestre que discurren sobre los estratos que están debajo del
manto. Ningún otro planeta del sistema solar tiene una estructura geológica
como esta, y este es uno de los motivos de la capacidad extraordinaria de la
Tierra para mantener estable su temperatura media en los miles de millones de
años necesarios para la evolución biológica. De forma paradójica, y si
dispusiésemos de instrumentos lo suficientemente sensibles, un indicio para la
búsqueda de planetas extrasolares capaces de hospedar vida podría ser el de
revelar actividades sísmicas en su superficie.
El evento sísmico que ha azotado
el sudeste asiático fue enorme: magnitud 9.0, el cuarto en orden de intensidad
en este siglo. En menos de cuatro minutos una vasta área del fondo oceánico se
ha elevado una decena de metros liberando una energía de un millardo de
millardos de Julios, el equivalente a 23.000 bombas atómicas. Pero incluso
estos números de vértigo son una minucia con respecto a las energías que están
normalmente en acción a nivel planetario, de forma que la Tierra en su conjunto
no se ha resentido por ello. Se ha hablado mucho de los cambios permanentes
como consecuencia del tsunami indochino, pero el desplazamiento del eje
terrestre (tres diezmillonésimas de grado) y la ralentización de la duración
del día (dos millonésimas de segundo) están por debajo de las fluctuaciones
normales, insignificantes a nivel global, incluso demasiado pequeñas para ser
medidas.
Un encrespamiento del océano, un
soplo imperceptible sobre la piel de nuestro planeta es suficiente para
desbaratar nuestra supervivencia. Fenómenos como éste muestran la fragilidad y
la delicadeza de ese mundo que damos por descontado todos los días. La
normalidad en el universo no es un mar tranquilo en el que pulula la vida. Por
el contrario, es un desierto ilimitado de espacios inmóviles o bien una
liberación de fuerzas irresistibles. La explosión de una supernova cercana
podría llevar a una extinción total en un instante, pero son precisamente estas
explosiones estelares las que en un pasado lejano hicieron que se produjeran el
carbono, el oxígeno y otros elementos esenciales para nosotros y para cualquier
organismo. La vida terrestre subsiste en un nicho delicadísimo modelado de
forma prodigiosa aprovechando los productos de toda la historia cósmica.
La naturaleza por tanto no es
cruel, sino providencial, pero al mismo tiempo es imperfecta, peligrosa, sabe
ser violenta. Quizá esto marca un problema para esas concepciones filosóficas o
religiosas que más o menos explícitamente identifican a la naturaleza con la
divinidad, generando algunas posiciones ideológicas actualmente en boga. En la
tradición judeo-cristiana, en cambio, la naturaleza no es Dios: la naturaleza
es creación de Dios, “algo bueno”, pero que está marcada misteriosamente por el
mal, sujeta a la “corrupción” y a la imperfección de lo inacabado. La
naturaleza es el espejo de la condición del hombre, es decir, de cada uno de nosotros:
bien intencionados pero imperfectos, frágiles, un poco malos y a veces capaces
de acciones terribles. Ningún hombre razonable espera la salvación de las
fuerzas de la creación o de las capacidades humanas. Ante el desencadenarse de
la naturaleza y ante la miseria de nuestro límite, la pregunta profunda tiene
que ver con el sentido de la existencia, una pregunta a la que solo una
Presencia más poderosa que la tempestad y mejor que nosotros puede responder. Y
compartir este sentido de la vida es lo que nos mueve a sostener a los
supervivientes, y nos hace cercano el dolor de cada madre desesperada y de cada
niño que se ha quedado solo en esas playas devastadas.
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